Pensando en cómo explicar el cambio de conciencia social que
se produjo en el territorio que, con los años, se llamará España en los siglos
XI, XII y XIII y que concluirá con la formación del Estado Dinástico que la propició
la unión matrimonial y dinástica entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón
me vino a la mente el texto del arzobispo de Toledo Jiménez de Rada sobre el
carácter identitario que tenía el control del paso de Despeñaperros para la
corona de Castilla en su lucha contra el invasor musulmán.
El problema de la
historia de España en el siglo XII, o más exactamente entre 1085 y 1212, adopta
la forma de una serie de conflictos sin resolver: cómo alimentar el sentimiento
de superioridad europeo a la sombra de la rocosa e imperturbable civilización
árabe que recupera su noto vital de antaño bajo la dirección de los almorávides
y los almohades; cómo preservar un legado libre de supersticiones donde
cupieran las tres sensibilidades religiosas presentes en su territorio, judíos,
cristianos y musulmanes; cómo abandonar el sistema feudal sin que ello afectara
a la jerarquía nobiliaria; cómo emprender el camino de la modernidad literaria
y artística, vinculada al gótico, sin renunciar a los esplendores del románico;
cómo integrarse en las redes del comercio internacional promovidas por Génova,
Pisa y Venecia sin verse arrastrado a su sistema político de corte republicano...
Un judío de Tudela de nombre Benjamín viajó por el mundo
hacia 1160. Al igual que otros viajeros, peregrinos o cruzados de la época pudo
ver muchos indicios de la dominación mercantil en el mundo, como por ejemplo la
presencia de las factorías genovesas en lugares claves de la economía de los
fatimíes de El Cairo o de los ayyubíes de Alepo; pero lo que le sorprendió fue un
estado de ánimo más proclive al acuerdo entre culturas diversas que el
enfrentamiento o la destrucción. Antes de su viaje a los puertos de Siria, Asia
era todavía una región misteriosa cerrada al mundo, salvo para algunos
intrépidos aventureros del tipo Simbad el Marino de Las mil y una noches. De repente, sin embargo, a mediados del siglo
XII, Asia abrió sus puertas a los comerciantes que llegaban de Bujara o
Samarcanda en busca de los preciados objetos de lujo como la seda y las
especias, con inesperados resultados en el inmenso territorio de las estepas
donde los mongoles terminarían por reunirse bajo la égida de Gengis Khan. La obra
de benjamín es un espejo de su época y una llamada de atención a las
posibilidades de un mundo de horizontes abiertos.
En España, la solución fue fingirse extranjero en la sociedad
en la que se vivía; mantenerse al margen de las consignas oficiales y del
miserable aspecto de la política que buscaba más el desgaste del adversario que
la colaboración con él.
De paso, no hay que dejar de comprender los tres grandes
iconos que esa época ha dejado en la memoria social española. Cada uno de ellos
conmovido por distintos motivos. Uno es el Pórtico de la Gloria de la catedral
de Santiago de Compostela, que es a la vez, una respuesta al espíritu de
peregrinación, una brillante reflexión sobre el equilibrio del mundo debida al
maestro Mateo y el último esplendor del arte románico. El otro es la Giralda de
Sevilla, que hace alarde de su esbelta verticalidad convirtiendo el gran
minarete cuadrado de la vieja mezquita, hoy desaparecida, en el mayor icono de
la ciudad de olor especial. El tercero la portada románica del monasterio de
Ripoll, una biblia de piedra.
BIBLIOGRAFÍA
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Legacy of Muslim Spain. Leiden,
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Palermo, 2006
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